
El pasado sábado nos reunimos para celebrar un recetario muy especial: uno en el que las protagonistas no eran las manos, ni las fibras, ni las herramientas… sino las abejas, incansables creadoras de los sabores del territorio. A través de ellas descubrimos qué es realmente una miel, qué es un mielato y qué historias guarda cada frasco, más allá de su color o su dulzor.
Comenzamos la jornada con dos joyas locales: una miel de brezo y una miel de bosque, fruto de meladas de roble combinadas con una cohorte florística que completa su perfil aromático. Antes de probarlas, hablamos de su origen: de cómo el brezo regala una miel densa, de cristalización gruesa y sabor profundo; y de cómo los robles de nuestros montes melan por un proceso natural, consecuencia de la rotura de los vasos que alimentan la bellota, dando lugar a un exudado dulce que nada tiene que ver con pulgones o picaduras de insectos. Un fenómeno puramente fisiológico, que las abejas saben aprovechar como un tesoro de temporada.
Conversamos también sobre algo que suele generar dudas: la cristalización de la miel. Lejos de ser un defecto, aprendimos que es una señal de autenticidad, una garantía de que no ha sufrido tratamientos térmicos que dañan sus propiedades. Hablamos de sus formas: más fina en algunas floraciones; más tosca y granulada en otras, como la del brezo. Cada tipo de cristalización es una huella del paisaje que le dio origen.
La miel de bosque nos llevó por otro sendero sensorial. Comentamos su mayor contenido en antioxidantes y sales minerales, su menor proporción de glucosa y, por tanto, su tendencia a tardar más en cristalizar. Oscura, intensa, con matices casi tostados: una miel que concentra la profundidad de los montes maduros.
Y entonces llegó el momento de probar. Catamos despacio, dejando que cada cucharilla nos contara algo distinto: el amargor amable del brezo, la intensidad resinosa del bosque, los matices florales que emergen cuando el paladar se acostumbra. Cada miel era un mapa, una estación, un pequeño relato del territorio.
Para cerrar la jornada, comparamos estas mieles con una miel comercial de supermercado. El contraste fue casi una clase práctica: diferencias en aroma, textura, color y persistencia que nos recordaron por qué la miel local —cruda, sin sobrecalentar, sin mezclar— es también una forma de conservar paisaje.
Como en todos los recetarios, lo mejor no fueron solo los sabores, sino el espacio compartido. Escuchar, aprender, catar, y descubrir que detrás de cada miel hay abejas, montes, estaciones… y una comunidad que sigue reuniéndose para entender mejor lo que la tierra ofrece.
Un día para saborear despacio lo que el territorio guarda en sus flores y en sus árboles. Un recetario que, más que dulce, fue revelador.
Somos Agua II cuenta con el apoyo de la Fundación Biodiversidad del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO) en el marco del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR), financiado por la Unión Europea – NextGenerationEU.



